jueves, 18 de septiembre de 2014

Los Temperamentos (sátira de José Milla)

El escritor José Milla (Salomé Jil) escribió en su libro de cuentos “El Canasto del Sastre” un relato cómico donde trata de divertir al lector exagerando las características de cada temperamento y sacándolas de contexto. Y hay que aclarar que usa términos distintos para referirse a cada uno de los cuatro temperamentos básicos: el nervioso (el melancólico), el linfático (el flemático), el bilioso (el colérico) y el sanguíneo (el sanguíneo). Bien, aquí está:

"L O S    T E M P E R A M E N T O S"

La ciencia moderna ha alterado la antigua clasificación de los temperamentos. De los cuatro que antes se reconocían: el sanguíneo, el nervioso, el bilioso y el linfático, no admite ya sino los dos primeros, por ser los únicos en los cuales encuentra caracteres anatómicos propios.

Yo, con perdón de la ciencia y dejando a un lado por el momento lo que ella nos enseña, me atengo a la opinión antigua; y si bien no me propongo retroceder hasta los cuatro humores principales de Galeno: sangre, pituita, bilis y atrabilis, si creo oportuno dar por sentado que todos los humanos pertenecemos a una de aquellas cuatro divisiones, o que nuestro temperamento es de los que llaman mixtos, que son los que mezclan unos y otros.

¿Se podrá negar que hay personas en quienes el elemento sangre es tan exagerado que parece les brota por todos los poros? En otras, por el contrario, cree uno ver rebalsar los fluidos blancos, en algunas se advierte el extraordinario desarrollo del aparato bilioso y en no pocas la acción de los nervios es tan poderosa, que se ve a este elemento sobreponerse a los otros y supeditarlos.

Los caracteres de las personas dependen en mucho de sus temperamentos; y por consiguiente, el estudio de éstos cae pleno derecho bajo la jurisdicción del escritor de costumbres. Ensayemos, pues, el de los cuatro tipos principales.

I
EL SANGUÍNEO:
Don Benito Rosado es un joven de veintiocho años, juicioso, instruido, de buena conducta, pobre y que tiene deseos de trabajar. ¿Quién habría de decir que su temperamento es causa de que hasta hoy no haya podido encontrar colocación?

Fue un día a solicitar empleo en la casa de comercio de don Juan Penetrante y Compañía; y como iba provisto de buenas recomendaciones, contaba con ser recibido.

El principal de la casa, que no lo conocía, leyó las cartas y después se puso a observar muy atentamente la cara rubicunda de don Benito. El resultado de aquel examen fue que el señor Penetrante movió la cabeza de un lado a otro con misterio y dijo al pobre Rosado que las recomendaciones eran muy buenas; pero que por el momento no necesitaba dependiente.

Despidiese don Benito más encendido que de ordinario y luego que se hubo marchado dijo el negociante a sus socios, que estaban presentes:
- Pues no era mala idea la de acomodar a un borrachín. ¿No le observaron ustedes la cara?
- ¡Como no!, -contestaron los socios, tan sagaces como su principal-; se está viendo a una legua que ese pobre hombre bebe.

Sin desalentarse con aquel percance, don Benito Rosado procuró que lo emplearan en una oficina de contabilidad y al fin pudo lograrlo a fuerza de empeños.

Por desgracia el jefe de la renta era uno de esos caracteres que tienen el arte de hacerse odiosos a cuantos los rodean. Los empleados estaban trinando con él y un día (tres o cuatro después de haber sido colocado don Benito), uno de tantos escribientes, aprovechando el momento en que no había nade en la oficina, deslizó en la cartera del jefe un pasquín lo más injurioso que pueda imaginarse. Llegó el hombre, vio el bouquet con que lo obsequiaban y llamó a empleados y porteros para averiguar el autor del agravio. Ningunos había sido. Fue observando una por una las fisonomías. Todas permanecieron inalterables. Llegó por último el turno del pobre Rosado, y apenas el jefe se fijó en él, se puso más encendido de lo que estaba siempre, y conforme se prolongaba el examen, iba subiendo el color del rostro del desventurado, pasando sucesivamente del achiote a la grana, de la grana a la pitahaya, de la pitahaya al sol de cuaresma y de éste a un rojo que no sé con qué pudiera compararse.
- La cara lo ha vendido a usted –dijo el jefe, y sin querer oír la menor disculpa, despidió en el acto a don Benito

El infeliz no puede guardar ciertos secretos, sin embargo de ser uno de los hombres más reservados que conozco. Le sobrevino la desgracia de enamorarse de cierta joven, y tenía el mayor empeño en conservar oculta aquella inclinación. Nadie la supo de su boca; pero toda la ciudad se puso en autos por su cara. Si conversaba en la calle o en el paseo con algunos amigos y acertaba a pasar la pretendida, el color del rostro de don Benito que exhibía instantáneamente todos los matices de rojo, denunciaba el estado de su alma. Al sólo oírla nombrar, se le agolpaba la sangre de la cara, y hasta las orejas se le ponían como dos rebanadas de tomate. Todo esto a fuerza de repetirse, fue llamando la atención de los curiosos, que acabaron por imponerse de que don Benito Rosado estaba perdido por doña Fulanita.

Cuando tiene necesidad de echar una de esas mentirillas inocentes que suele hacer precisas el trato social, para disculparse de no haber contestado una carta, pagado una visita o desempeñado un encargo, se pone de tal manera encarnado al soltar la mentirota, que todo el mundo comprende que no hay una palabra de verdad en lo que está diciendo.

En conclusión, convengamos en vista de lo que pasa a don Benito Rosado que los hombres de temperamentos sanguíneos no deben solicitar empleos en las casas de comercio, ni en las oficinas públicas, ni enamorarse, ni disculparse por las faltas que cometan, ni hacer nada, porque están siempre expuestos a que la sangre los venda.

II
EL BILIOSO
Don Simón Torbellino es pálido, o mejor dicho, amarillo. Tiene un verdadero espíritu de contradicción.
¡Qué hombre!, jamás discute… disputa siempre y aun por lo más insignificante. Fue en otro tiempo individuo del consulado de Comercio, de la Sociedad Económica, de la Municipalidad, de la Asamblea y en todas aquellas corporaciones dejó fama por la virulencia de sus discursos. Si le replicaban, estaba siempre pronto a echar mano al revólver.

La familia de este bilioso es víctima de su temperamento. Su mujer es una santa, sus hijas son excelentes muchachas y tienen que andar toda la vida ayudándole las vigilias a don Simón. Por una nonada él arma camorra y es capaz de pegar fuego a la casa.

Mantiene en su cuarto una pistola de grueso calibre que carga sin bala y la dispara siempre que quiere llamar, en vez de emplear una campanilla como lo hace cualquiera.

Por ligeras faltas en la comida dio en la gracia de agarrar el mantel por las cuatro esquinas y arrojarlo al patio, haciendo astillas fuentes, platos y vasos. La señora, cansada de renovar el servicio, ha comprado uno de metal barnizado. De propósito le ponen en su habitación jarros, jofainas y otros trastos de loza muy ordinarios para que los rompa, y tienen guardados los de porcelana fina.

Ha disparado ya tres o cuatro veces el revólver sobre los perros de algunas casas donde visita, porque le han enseñado los dientes y gruñido cuando él entraba.

Por cualquier bagatela promueve un pleito en los tribunales y sus escritos merecen justamente el nombre de libelos. Cada palabra es una saeta envenenada. Dispara sobre la contraparte, sobre el juez, sobre el escribano, sobre los testigos, sobre todo el mundo.

Tal es el bilioso don Simón Torbellino. Generalmente se dice que tiene algunas excelentes prendas. Es generosos, caritativo, consecuente con sus amigos y procura reparar el mal que hace, luego que le pasan los arranques de cólera, llamaradas de paja que tan pronto se encienden como se extinguen. Sería un sujeto muy estimable, con un temperamento menos pronunciado que el que le dio la naturaleza, que parece complacerse a veces en deslucir con un solo defecto, las más apreciables cualidades.

III
EL NERVIOSO

Una víctima de su propio temperamento es don Luís Nometoques. Dotado de un sistema nervioso exageradísimo, no está un momento quieto. Mueve la cabeza a un lado y otro, tuerce la boca, guiña los ojos, rompe cuanto toma en las manos y camina dando brinquitos, como los increíbles en Francia en tiempo de la revolución. Si por casualidad comen un membrillo, una naranja o una piña del país delante de don Luisito, ya tiene para hacer mil gestos y contorsiones, y si por desgracia raspan en su presencia dos varitas de barrilete una contra otra, cae con un patatús.

Un ruido inesperado, una detonación súbita lo hacen saltar como una pelota de goma elástica. Una noche, en un baile, estaba sentado frente a tres o cuatro señoras, con quienes conversaba. Un criado dejó caer a su espalda una bandeja con copas y garrafas. Al ruido saltó el nervioso y fue a caer sobre una de las damas. Por desgracias, ésta estaba vestida de terciopelo, y al tocar la tela retrocedió don Luís por un impulso irresistible de sus nervios y cayó patas arriba sobre los fragmentos de la cristalería.

Su carácter se resiente de su temperamento. Es quisquilloso hasta no poder más. Siempre está discurriendo si lo miraron, si no lo miraron, si lo atendieron, si lo desairaron, si lo que Fulano dijo o escribió fue por él, y es de los que espulgan minuciosamente los “Cuadros de Costumbres” y “El Canasto del Sastre”, para ver si se encuentra retratado en alguno de aquéllos, o si hay en éste algún retazo de vestido que le venga.

El temperamento ha hecho a este pobre mozo, simplemente “insoportable”.

IV
EL LINFÁTICO

Un tipo enteramente opuesto a los últimos que quedan descritos es don Ángel Bonazo, la criatura más mansa, más benigna y más apática que puede imaginarse. Es muy alto y muy gordo; sus músculos y sus nervios están como embotados y parece que le corriera por las venas en lugar de sangre, horchata. No se altera por nada, habla y anda muy despacio; come mucho, bebe agua en abundancia y su máxima favorita es: “que cuando UNO no quiere, DOS no pelean”. Así, las provocaciones más rudas se estrellan contra la flema imperturbable de aquel linfático.

Don Ángel es muy condescendiente. Su familia, compuesta de la mujer, cuatro hijas, tres hijos y dos cuñadas que se han instalado en su casa, es una monarquía constitucional en la que Bonazo reina pero no gobierna. En realidad, allí todos mandan, menos él. A pesar de su natural pereza y flojedad, lo traen y lo llevan como les da la gana. Si la familia quiere ir a un baile, o al teatro o a un día de campo, don Ángel se queda cuidando a las criaturas. Si hay un tertuliano fastidioso, se lo consignan a él, y toda comisión molesta que se tiene que evacuar, le toca de derecho.

Cuando hay fiesta en su casa, el infeliz, con toda su mole, aguijado por la familia, va y viene, sube y baja por almacenes y tiendas, buscando telas y baratijas, cuidando del adorno de salas, corredores, etcétera.

Lo vi una vez en una de esas campañas y le tuve lástima. Trabajó sin descanso durante quince días, y ni su mujer, ni sus hijos, ni sus cuñadas estaban satisfechos. Ponían a todo mil defectos, y la señora, que no escasea las figuras retóricas hablando de su marido, dijo delante de varias gentes, que “con semejante animal por director, no podía haber dos cosas buenas”.

Sin embargo, aquella ingrata gente se divirtió hasta no poder más, mientras don Ángel sudaba la gota gorda para que nada faltara. No logró sentarse un minuto en toda la noche, ni tuvo tiempo para tragar un bocado, a pesar de que estaba medio muerto de hambre y fatiga.

Quiso la desgracias que estuviera entre los convidados el bilioso don Simón Torbellino, quien, sobre haberle faltado una de las señoritas de la casa a la promesa de bailar una danza con él, armó una gran zinguizarra, y salió jurando vengar el agravio.

Y así fue, al siguiente día, muy temprano y cuando apenas acababa Bonazo de acostarse, se presentó en la casa Torbellino y exigió que despertaran al amo, pues el asunto que lo llevaba era urgentísimo. Salió don Ángel estregándose los ojos y bostezando, y al verlo Torbellino le exigió en términos perentorios una satisfacción inmediata del insulto público que le había hecho la noche anterior una de las personas de la familia. Don Simón dejaba, según dijo, a su adversario la elección de las armas.

Don Ángel se recostó en un sofá, bostezando a cada momento y santiguándose la boca. Cuando concluyó Torbellino, el contesto muy despacio:

- Vea usted, señor don Simón; usted no ha reflexionado bien en lo que viene a proponerme. Si usted me obligara a salir al campo ¿qué sucedería? Que como no sé manejar arma de fuego ni blanca, usted me mataría. La justicia tomaría cartas en el negocio. Lo prenderían a usted (aquí bostezó otra vez don Ángel), lo llevarían a la cárcel, lo juzgarían y es muy pro… (volvió a bostezar con más ganas) …bable que lo sentencien a muerte, como reo de asesinato, premeditado, seguro y alevoso, conforme al artículo… el artículo… no me acuerdo cuántos del Código Penal. Usted apelaría; pero la Corte confirmaría el fallo, y si suplicaba, tampoco adelantaría nada. Le notificarían la sentencia, lo pondrían en capilla, lo confesarían, lo sacarían al patíbulo y …
- ¡Por vida del diablo! – gritó don Simón –, que esto ya es mucho. ¡Qué flema de hombre! Si usted no se bate, publicaré a son de trompetas que es un grandísimo gallina y se acabó.
- Pues, no, mi amigo –replicó don Ángel con mucha calma –, no hay necesidad de que usted me desacredite; si usted quiere a toda costa que uno de los dos muera, que sea así. Pero ya he dicho que yo no sé manejar espada ni pistola, y así elegiré el arma en que soy fuerte. Llevaremos al campo dos cántaros llenos de agua y dos vasos.
- ¿Dos cántaros de agua? –exclamó don Simón –, ¿y para qué diablos?
- Es muy sencillo –replicó Bonazo –. Beberemos vaso tras vaso hasta que uno de los dos reviente.

Al oír aquella salida, se le disipó la cólera, como por encanto a don Simón y riéndose a carcajadas, se marchó. Don Ángel se quedó dormido en el sofá.

Tal fue el fin de aquella aventura. Si en muchas circunstancias de su vida el temperamento ha sido funesto a aquel buen hombre, al men

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