miércoles, 17 de septiembre de 2014

El Indeciso


A continuación una copia literal de un relato divertido, muy rico en modismos y expresiones del idioma español de la época del autor: el escritor guatemalteco José Milla y Vidaurre, también conocido como “Salomé Jil” (*1822 - +1882). El relato está tomado del libro de cuentos “El Canasto del Sastre”, de dicho escritor.

EL INDECISO
I
La duda es la madre de la indecisión. Cuando teniendo que determinarnos a hacer o no hacer una cosa, a adoptar o no adoptar un partido, se nos presentan razones igualmente poderosas que nos inclinan ya hacia un lado, ya hacia otro, el juicio vacila, duda, sin saber qué camino tomar. Si el asunto es grave y la resolución urge, el espíritu indeciso experimenta una sensación molesta, que en ciertos casos viene a convertirse en un verdadero tormento.

Saber dudar es una cosa excelente. Pero ¡qué pocos son en este mundo los que atinan con esa duda metódica que sabe conservar el justo medio, entre la ciega credulidad y el escepticismo antifilosófico y a veces hasta ridículo! El que duda de todo difícilmente se decide a nada. Teme desacertar y su espíritu se constituye en la situación en que suponía al sepulcro de Mahoma una creencia popular entre los árabes; suspendido en el aire eternamente.

II
Conocí yo y traté con intimidad, a un caballero que podía pasar por el prototipo del indeciso. Llamábase DON CALIXTO LA ROMANA; era hombre de algún talento, de no poca instrucción y de un carácter amable y bondadoso. Su defecto, y defecto muy grave, era la indecisión. A medida que avanzaba en años, su propensión a dudar de todo se iba exagerando, y había venido a convertirse en una especie de monomanía. La experiencia y el conocimiento del mundo que debía proporcionarle la edad, producían en él un efecto enteramente contrario del que habría podido esperarse. Hombre maduro, don Calixto se mostraba más indeciso todavía que cuando era joven.

Lo encontraba uno en la calle y lo saludaba con la fórmula acostumbrada, preguntándole por su salud.
- Así, así – contestaba La Romana - , ni bien ni mal. Tengo mis días buenos y mis días malos.
- ¿Es decir – replicaba el interlocutor –, que no goza usted de cabal salud? ¿No ha consultado usted algún médico?
- No – decía él –; he estado dudando por cuál de los veinticinco o treinta que hay en la ciudad me decido, para que me asista; usted ve que el caso es grave y es muy difícil resolverse. Adiós.
- ¿Va usted a tomar la calle real? – preguntaba el amigo – . Nos iremos juntos

Don Calixto no se movía del sitio; reflexionaba y decía:
- Pensé, efectivamente, tomar esa calle; pero creo que tal vez será mejor que vaya yo por la del comercio; aunque bien visto, quizá debo ir por la otra; pero no, sírvase usted aguardarme un cuarto de hora, voy a pensar un poco más por cuál me determino.

El amigo se fastidiaba y se iba, dejando al indeciso, plantado en medio de las cuatro esquinas.

III
Don Calixto era rico. Había heredado una fortuna pero no sabía qué hacer con ella.
- ¿Qué le parece a usted? –preguntó un día a un hombre de negocios –, ¿qué me aconseja? He pensado alguna vez emplear mis fondos en la agricultura; pero eso es muy expuesto. De repente viene el chapulín, y adiós plantaciones; o hay depreciación de frutos en Europa y no sabe uno qué hacer con las cosechas. El comercio, usted ve, ¡hay santísimas tiendas! Tiene uno que fiar a medio mundo y no le pagan. ¿Casas? Muy bueno fuera eso, si no estuvieran meses y aun años vacías, si no hubiera inquilinos que no pagan, las destruyen y tal vez se llevan hasta las llaves. Y cuando nada de esto sucede, ¿quién me asegura que de repente no haya un temblor y me las eche abajo?
- Tiene usted razón –le dijo el consultado –. Dedíquese al descuento de letras. Las buenas firmas lo hacen todo.

Don Calixto, aunque no sin mucha duda, hubo de resolverse a adoptar el consejo. Por medio de varios amigos hizo saber que descontaba letras. Llevárosle un pagaré por quinientos pesos, de un sujeto de toda responsabilidad.
- Lo pensaré –dijo don Calixto –; ese señor es rico; pero… es comerciante… puede quebrar y… ya usted ve, el negocio es arduo.

Estuvo pensándolo muchos días. El otro se aburrió y no volvió más.
Se presentó otro pagaré. El que lo firmaba era también acaudalado.
- Muy buena firma – dijo don Calixto –; pero…, déjeme usted pensarlo. Ese señor es hacendado, y los negocios de agricultura no se presentan bien. Las últimas noticias de Europa son algo malas… El caso es grave. Contestaré.

Y no contestó. Llegó un tercero con un documento de un propietario de los primeros del país.
- ¡Excelente firma! – exclamó –. Dentro de ocho días me resolveré. La persona que suscribe esa obligación tiene un hermano que está muy comprometido en la política, y eso es muy serio. ¿Quién sabe? Es menester pensarlo.
- Lo que usted debe hacer –le dijo al fin uno de tantos –, es prescindir de todo negocio y comerse sus fondos.
Y así lo hizo don Calixto. Por fortuna suya, era arreglado y el caudal no corto.
Don Calixto fue diputado. Como su inteligencia era clara y su instrucción extensa, no hablaba mal. Sus discursos presentaban siempre con mucha habilidad el pro y el contra de todas las cuestiones; pero no concluían en nada, y cuando volvía a su asiento, preguntaba el auditorio qué opinaba don Calixto y nadie acertaba a responderlo.
A la hora de votar hacía un movimiento como de balanza, que dejaba perplejos a los secretarios; no sabiendo si aquel señor representante estaba en pie o sentado. Si la votación era nominal y tenía que decir SÍ o NO, evitaba el conflicto alegando que estaba impedido de votar, por interés personal, por parentesco, o por cualquier otra razón, aun cuando fuese traído por los cabellos. El caso era no decidirse.

IV
Don Calixto tenía unos amores. Cuando yo lo conocí y lo traté llevaba veinte años de cortejar a una niña Prudencia, a quien no venía mal el nombre, pues mostró poseer aquella virtud en grado heroico. Por supuesto, era celoso como un moro. Estaba en su carácter. Un hombre que dudaba de todo, ¿cómo no había de dudar de su novia? De esas dudan hasta los que no suelen dudar de nada.
- La Prudencia es excelente –me dijo un día –; quiero decir –añadió –, que es excelente en lo general; pero como mujer que es, tiene grandes defectos, y bien vista es insoportable. Yo estoy resuelto a casarme con ella; porque, usted ve, nuestras relaciones van siendo ya muy antiguas. El día de finados de este año hará veinte que las comenzamos. Es muy buena moza; aunque la cara no es de lo mejor y el cuerpo un poco flaco y sin aire; pero eso no hace el caso. Al fin he de casarme con ella; pero no sé cuándo será. El negocio es arduo. No puedo asegurar que a ella y a mí nos convenga este matrimonio. Nuestros genios no convienen y no podríamos vivir dos horas juntos sin arañarnos.

Esto decía muy formalmente el bueno de don Calixto, y sin embargo, hacía veinte años que vivía cosido con doña Prudencia. La visitaba desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde. Iba a su casa, comía a toda prisa y volvía a la de la novia, donde permanecía hasta las ocho de la noche. Salía a cenar y se instalaba donde doña Prudencia hasta las doce. A esa hora se constituía en el balcón en coloquio con la dama hasta las dos o tres de la mañana. Así vivió durante veinte años aquel par de tórtolas ¡y sin embargo decía don Calixto que, en casándose no podrían permanecer dos horas en paz!
Pasaron todavía otros cinco años en aquella dichosa situación, hasta que un día la familia de doña Prudencia, cayendo en la cuenta de aquellos amorcillos y viendo que la muchacha había cumplido ya sus cuarenta abriles, acordó decir al amartelado que era preciso o herrar o quitar el banco. Don Calixto pidió plazos para pensarlo; dijo que el asunto era muy serio, y que él no podía decidirse así, de sopetón. Le concedieron tres días, por equidad. En ellos cambió tres mil veces de resolución, y por último, armándose de todo valor, tomó el sombrero y se presentó a la familia con aire muy grave.
- Estoy decidido –dijo –, a casarme dentro de un mes… quiero decir, si en este plazo no se atraviesa algún obstáculo insuperable. Voy a correr las diligencias, y creo, supongo, sospecho, que todo podrá arreglarse satisfactoriamente, a menos que…

La familia le cortó la palabra y aceptó el compromiso. Salieron a dar parte a media ciudad para evitar que don Calixto se echara atrás y a los dos días la gran noticia era el tema de todas las conversaciones.
- ¿Con que al fin se casa usted? –le dije a don Calixto la primera vez que lo encontré en la calle.
- Sí, mi amigo –me contestó –; voy a casarme. Al menos estoy muy inclinado a tomar ese partido. Es probable que lo haga. ¿Quién sabe? El hombre propone y… ya usted me entiende. ¡Cómo la cosa es tan ardua! En fin, si no me caso, como muy bien puede suceder, no será por culpa mía. Hasta luego.
- ¡Pobre doña Prudencia! –dije yo –; ¿en qué parará esto?

V
Continuaron los preparativos para la boda. Don Calixto envió las donas; ricas, pero adecuadas a su carácter. Los colores de los trajes eran dudosos. Predominaba el tornasol y el gris. Los cortes no rigurosamente a al moda; pero tampoco podía decirse que fuesen de hechura antigua. Las alhajas ni de muy buen gusto ni chocantes. Nadie pudo pronunciar un juicio exacto sobre aquellos regalos.
Don Calixto eligió la hora. Quiso casarse a las seis de la tarde; entre oscuro y claro. Reunidos parientes y amigos, cura, testigos y sacristán, se presentó el novio con un frac de faldas tan anchas, que muchos sostuvieron que era levita, pero otros se afirmaron en que era frac. El color no negro, sino azul oscuro. Por el estilo del resto del traje. Llegó el momento en que el párroco hizo la pregunta de ordenanza. Doña Prudencia contestó con un sí firme y sonoro. Pasó a don Calixto y allí fue ella.
- ¿Recibe usted por esposa y mujer a la señora doña Prudencia Mataseca, que está presente?

El hombre comenzó a temblar y no contestaba. Repitió el cura la pregunta, don Calixto sudaba de congoja y al fin contestó en voz muy baja:
- Pues…, en efecto, yo estoy comprometido…, venía resuelto…, pero el caso es arduo. Quiero casarme, pero por ahora…

El cura lo requirió formalmente a que dijera sí o no, y entonces haciendo un gran esfuerzo, dijo:
- Por ahora no. Después, es muy probable que…

La infeliz Prudencia, que desde la primera respuesta de La Romana se había puesto pálida como un difunto, al oír la segunda cayó con un patatús. Los parientes estaban hechos unos demonios y hablaban de matar a don Calixto. El cura se marchó, los convidados nos escurrimos en seguida y don Calixto salió bastante corrido y cubriéndose la cara con el sombrero.

Es fácil calcular el escándalo que causó aquella aventura en la ciudad. Don Calixto tuvo que esconderse durante un mes, pues todos afeaban su conducta y cada cual aseguraba que si con su hija o con su hermana hubiera pasado el lance, el tal hombre no habría contado el cuento.

Pero a los cuarenta días, el suceso estaba olvidado y sólo se recordaba de cuando en cuando, no ya con indignación sino con burla. Y lo más curioso del caso era que culpaban menos a don Calixto que a la novia y su familia.
- ¿Quién les manda? –decían todos, y con esta frase, de uso muy común, aquellas pobres gentes quedaron condenadas sin apelación.

Don Calixto quiso volver a las andadas. Escribió, envió mensajes, echó empeños; pero doña Prudencia tuvo lo suficiente para no volver a hacerle caso, lo mandó nórmala y no pensó más en casarse.

VI
El golpe fue rudo para aquel hombre extraño, que no se decidía a casarse y que sin embargo no podía vivir sin aquellas relaciones. Cuando perdió toda esperanza, no comía, no dormía y una enfermedad muy seria comenzó a minarlo. Llamó un médico que lo asistió tres días. No le pareció bien, y fue a otro. Lo despidió a poco y así fue repasando toda la facultad. El mal se agravó y por último el enfermo entró en agonía. Estuvo una semana luchando entre la vida y la muerte y al séptimo expiró. Lo vistieron, lo tendieron y por la noche fuimos a conducir el cadáver a una iglesia. Trataron de ponerlo en el ataúd; pero… ¡oh sorpresa! ; los cabellos se nos erizaron; los asistentes estábamos más muertos que el difunto.

Este se incorporó se sentó en la mesa donde estaba tendido. Abrió los ojos, echó una mirada a la concurrencia, el aparato fúnebre y exclamó:

- Me han creído muerto. El caso es grave. No se resuelve uno a morir así como quiera. Es necesario pensarlo mucho-; y no dijo más.

Había sido un síncope con las apariencias de la muerte. Llevároslo a la cama, lo asistieron y al mes estaba en la calle bueno y sano.

Tal era mi amigo don Calixto La Romana. ¿QUIÉN PODRÍA HABERLO CALIFICADO DE HOMBRE MALO? NADIE. Y SIN EMBARGO, SU INDECISIÓN HIZO DE ÉL UN SUJETO NO SÓLO INÚTIL, SINO EN MUCHOS CASOS PERJUDICIAL A ÉL MISMO Y A LA SOCIEDAD.

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